miércoles, 16 de diciembre de 2015

Universidad pública y crisis

La Universidad pública española vive un momento preocupante. Quizás esta afirmación pueda parecer excesiva, sabiendo que nuestras instituciones de educación superior nacieron en la lejana Edad Media y que han sobrevivido a guerras, inquisiciones, purgas, recesiones y conflictos de todo tipo. Sin ir más lejos, es obligado citar el “atroz desmoche” al que la sometió la dictadura franquista, tal y como ha retratado Jaume Claret Miranda.

El siglo XX terminó para la Universidad española el 19 de junio de 1999, fecha de la manida Declaración de Bolonia. Ahí se apostaba por consolidar el Espacio Europeo de Educación Superior como “instrumento clave para promocionar la movilidad de los ciudadanos, su capacidad para acceder al empleo y el desarrollo general del continente”. Loables fines, en el marco amplio de la construcción de una ciudadanía europea.

Lo que en Bolonia parecía acotado (homologación de títulos, fomento de la movilidad y mejora de la empleabilidad), fue utilizado en España como pretexto para otras reformas más alejadas, culminando en la Ley Orgánica de Universidades de 2001. Por si fuera poco, en 2011 se produce la transfiguración de la sempiterna escasez en un principio constitucional, el de estabilidad presupuestaria, cuyas derivaciones posteriores parecen justificar casi todo.

Ya no sirve invocar unívocamente la autonomía como patente de corso, puesto que debe confrontarse con la transparencia y la rendición de cuentas, respetando además la autonomía propia de las comunidades autónomas, a las cuales se vinculan las universidades públicas.

Algunos gestores universitarios se han dejado engatusar por eslóganes como “internacionalización” o “nuevo paradigma”, pero han descuidado lo elemental. Hablan de competencias y orillan los conocimientos, como si fuesen excluyentes. Priman el amiguismo frente al mérito, expulsando a jóvenes con curriculums varias veces acreditados. Incentivan una cierta investigación de ranquin y dejan de promocionar la investigación “inútil” (Francisco Tomas y Valiente dixit), esa que resuelve problemas sociales, científico-técnicos o humanísticos. Dejan de lado la docencia de calidad y la retribuyen con tacañería, destruyendo cualquier ánimo de mejora.

En la Universidad pública española hay cuatro deficiencias principales: “la económica, porque es pobre; la estructural, porque es preciso cambiar la ley que la regula; la científica, porque muchos de sus profesores no somos, en cuanto tales profesores, todo lo que científicamente debiéramos ser; la moral, porque en el talante común del estamento universitario dominan el desánimo y la atonía”. Sabias palabras de Pedro Laín Entralgo sobre la Universidad de la posguerra civil que, por desgracia, siguen teniendo ecos de actualidad.

¿Cuál es entonces el puerto hacia el que dirigir el barco? Para empezar, hacen falta dinero, estabilidad normativa y un mejor control. El Gobierno de España y los gobiernos autonómicos, junto a los respectivos parlamentos, los órganos de control y las propias universidades, deben implicarse en el diseño de un marco jurídico sólido y un modelo de financiación suficiente y eficiente, orientando sus actuaciones al logro de objetivos estratégicos. Autonomía sin responsabilidad es como conducir un coche sin frenos, sobre todo si hemos puesto al volante a un insensato. Digámoslo claro: el actual sistema de elección al rectorado por voto universal entre la comunidad universitaria no es el óptimo.

Es preciso adoptar una moratoria general para la creación de universidades, incluyendo el despliegue de campus, facultades, departamentos y titulaciones. Tenemos 50 universidades públicas y 30 privadas, por lo que el camino ha de ser el de la especialización. El dinero fácil y los localismos virales han respaldado decisiones muy erróneas.

Hay que defender la docencia y la investigación de calidad, si no se quiere convertir las universidades públicas en mediocres academias. Esa calidad es ineludible para todas ellas, pero la excelencia sólo puede estar al alcance de unas pocas, por definición. Y aquí no sirve invocar un concepto equivocado de igualdad, aunque tampoco se debe reprimir la ambición académica, si es sana y factible. Los Campus de Excelencia Internacional nacieron como una gran idea, pero pronto quedaron desnaturalizados cuando se empezó a conceder el sello a discreción, en algunos casos para ideas muy poco realizables. Algo parecido se debería hacer redefiniendo la Extensión Universitaria, volviendo a sus orígenes, para que la Universidad engarce mejor con la sociedad a la que sirve.

Lo siguiente es introducir incentivos alineados, comenzando por seleccionar al personal con garantías plenas en las convocatorias e igualdad en el acceso. Si para cumplir una ley (por ejemplo, sobre la tasa de reposición) se vulnera otra (verbigracia, con sospechosas prórrogas o estabilizaciones), entonces el mundo universitario es el del caos, cuando no el de la irresponsabilidad y el delito. El siguiente estadio pasa por un sistema de retribuciones dignas, bajo sistemas objetivos y atractivos de evaluación del desempeño. Una muestra: el actual sexenio de investigación no compensa el esfuerzo invertido y el quinquenio de docencia se otorga por ser cinco años más viejo.

Y, al final, el estudiante. Las claves son sencillas: igualdad en acceso según renta y promoción según rendimiento académico. La Universidad es selectiva, por lo que no puede absorber miles de estudiantes en cada área de conocimiento, en cada ciudad y cada año, salvo que se les quiera conducir a la precariedad o al paro –aún más- masivo. No es de recibo confundir a la opinión pública hablando de “esfuerzo presupuestario”, mientras se distraen recursos en campus yermos o en estudiantes cuyo rendimiento es casi nulo. Eso sí, por encima de todo, una sociedad del siglo XXI no puede tolerar que nadie con actitud personal y aptitud universitaria quede fuera del sistema. Por eso es necesario graduar los precios públicos según circunstancias y ampliar las becas para quien de verdad las necesite.

No se puede seguir con clases vacías y aulas repletas. No tienen sentido las tutorías –o “tonterías”- grupales si son aprovechadas para el asueto. El envejecimiento y el anquilosamiento funcionarial de las plantillas deben ser abordados sin dilación. El personal de administración y servicios en tareas rutinarias tiene que dar paso al que se ocupa de la gestión de alto valor añadido. Póngase fin a las titulaciones que sólo contentan a ciertos grupos de poder, a las bibliotecas sin libros ni bibliotecarios, a los doctorados devaluados y a los cortes de luz o calefacción. Mientras, las universidades privadas seguirán acechando. 


Versión reducida del texto publicado en el libro de Antonio Arias Rodríguez El régimen económico y financiero de las universidades públicas (3ª edición, Editorial Amarante, 2015), el cual tuvo su origen en la tesis doctoral del autor, codirigida por mí en la Universidad de Salamanca. Este artículo se publicó en El Comercio el 16 de diciembre de 2015.

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