martes, 27 de diciembre de 2016

Cuentos y distopías


Cuando viniste al mundo, en la madrugada del 13 de junio de 2016, el hospital público llevaba sólo unos pocos años en funcionamiento. Era uno de los mejores de España y, por tanto, del mundo. Cualquiera sabía entonces que nuestro país grande y, por supuesto, el pequeño, eran de los mejores lugares para nacer, vivir, convivir e incluso para ponerse enfermo. Creo que hoy, cincuenta años después, lo siguen siendo, aunque no es menos cierto que hasta el mismísimo concepto de país ha quedado desdibujado, frente a unas fronteras que ya sólo están en el cerebro y en los ordenadores. Ya no queda casi nada de aquel mapa político que nos enseñaban en la escuela y, por desgracia, el mapa físico cada vez tiene menos verde y más gris.

Aquel año, una ministra proponía que trabajásemos hasta las 6 de la tarde, sin decir cuándo deberíamos entrar a la oficina o al taller, ni siquiera si nos iban a dejar. Según datos oficiales, era el año del número 19, por los millones de personas que estaban trabajando y por la tasa de paro que, aunque muy repolluda, venía de adelgazar varios kilos, tras el empacho de una crisis muy dura. Sea como sea, lo cierto es que nunca se llegó a nada. Pudieron más dos bares que dos comisiones de estudio. Y todo siguió igual, hasta el momento fatídico.

En Avilés, en Asturias, en España, en Europa, en el mundo entero, asistimos en 2016 a espectáculos insólitos en la política y en el teatro, dos mundillos interconectados, puesto que ambos producían espectáculo, risas y llantos, actores y actrices de efímero éxito y, cómo no, figurones eternos. Ambos escenarios, el político y el teatral, vivieron un cuestionamiento muy severo, frente al mando que ejercía la televisión, en el doble sentido de autoridad y dispositivo de control. Ni Internet, ni el libro electrónico, ni los robots, ni siquiera la extinción de los burros (pobres pollinos), pudieron debilitar la que antes era “caja tonta” y, hoy, cincuenta años después, nos dice cómo y con quién tenemos que comer, dormir o reproducirnos. Incluso a quién votar, si bien es verdad que las elecciones no son lo que eran. Ya no quedan ni urnas; esas sí que son hoy cajas tontas con ranura, frente a poderes reales bastante más organizados y mucho menos democráticos.

Me hubiese gustado darte el mar, como cantaba Joaquín Carbonell. Todo ese mar que sí conoces, pero no lo suficiente. El que durante siglos se utilizó para batallas, pescas y competiciones, donde nos relajábamos o excitábamos en aguas templadas o frías, según el caso. Remanso de felicidad, aunque también fuente de locuras y penas. Y sucedió aquello.

Tienes 50 años y yo camino hacia el final. Los horarios laborales ya no importan ahora, por la sencilla razón de que el trabajo como concepto dejó de existir en ese momento fatídico. De hecho, ya no hay ministras, ni directores generales, ni subsecretarios. ¿Por qué fuimos capaces de consentirlo? ¿Por qué les dejamos hacer? Y sobre todo, ¿qué ganamos con tanta impostura?

Regreso por un instante al momento actual, ahora que el viaje temporal es factible cruzando una vieja puerta de un edificio madrileño. Y lo hago para felicitarte el nuevo año, 2017, uno que ni es bisiesto, ni tiene rima fácil, ni contempla elecciones a la vista, ni árboles por plantar. Y sin embargo, te quiero. Sólo aspiro a que alguien cambie ciertas cosas para no volver atrás. Nos veremos mañana en la meta. O quizás lleguemos antes al momento fatídico. En todo caso, salud. 

Publicado en La Voz de Avilés el 27 de diciembre de 2016
 

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